El estudiante de Historia recibe a lo largo de cuatro o cinco años un
verdadero baño terminológico, del que emergen repetidamente ideas relacionadas
con la dificultad del análisis. Hay “factores múltiples”, “causas complejas” y
“contextos”. Muchísimos “contextos”.
La peligrosidad del contexto es digna de Escila, Caribdis y los Cuatro
Jinetes del Apocalipsis juntos. No hay profesor ni escrito de metodología
histórica que no haga hincapié en la peligrosidad de un contexto escurridizo al
que hay que prestar atención con los cinco sentidos. Sacar las cosas de
contexto es, para el historiador, mucho peor que sacar los pies del plato: es
abominar de una piedra angular de la disciplina. Descontextualizar es propio de
gacetilleros de tres al cuarto: los historiadores formados saben prestar
atención a ese contexto que debería festonear los títulos de Licenciatura o
Grado, a modo de encaje de bolillos sobreimpreso.
Una forma de entender esta lucha por el contexto es dejar sentadas las
diferencias culturales que nos separan de nuestros antepasados. Y uno de los
errores habituales es cargar las tintas en las diferencias y no reconocer los
parecidos. No es extraño que así ocurra, porque la historia analiza cambios a
través del tiempo, y las diferencias saltan a la vista con más viveza que las
largas líneas de continuidad que configuran esa unidad del género humano que
trasciende épocas y lugares.
Rindo pleitesía al contexto, desde luego. Pero no puedo evitar observar las
continuidades, lo que nos une a quienes vivieron siglos antes que nosotros.
Cuando leo documentación antigua, lo primero que me salta a la vista es lo
parecidos que somos. Esa unidad del género humano me fascina y me conmueve.
Incluso me hace reír en los archivos, que no son los sitios más idóneos para
soltar una carcajada, ante la mirada sorprendida y ocasionalmente cómplice de
los otros investigadores.
Maliciosa como soy, lo que más llama mi atencion es lo mucho que nos
parecemos en las flaquezas: el disimulo de la mala acción, las excusas para no
pagar a los deudores, las mentiras para no cumplir palabra de matrimonio.
La ocultación de actos indebidos daría pie a redactar una enciclopedia.
Humanos somos: obramos mal y tratamos de borrar las huellas de nuestras
acciones impropias. Buscamos excusas, nos justificamos como podemos. Y
aportamos información incorrecta a las autoridades y a los fedatarios públicos
para eludir las consecuencias de nuestras trapacerías.
Historiadores del futuro: no busquéis datos para los precios de la vivienda
en las escrituras notariales de finales del siglo XX. Los precios consignados
en esas escrituras os darán una idea aproximada del montante total de la
operación pero, en algunas ocasiones, el precio escriturado es inferior al
dinero realmente entregado. La diferencia es difícil de establecer. Un diez, un
veinte por ciento. Lo que se consideraba que no llamaría la atención de la
autoridad fiscal. Viendo el cuidado con que se revisan las declaraciones del
IRPF, resulta difícil creer que se escriturase por debajo del dinero entregado,
pero así parece que ocurría.
En conductas así tenemos a quién parecernos: nuestros antepasados
declaraban ante notario cosas totalmente inverosímiles, que hacían constar por
escrito para encalar de credibilidad la fachada. En las sátiras, los escribanos
proporcionaban el modelo para la hipocresía. Nadie los criticó con tanta saña
como Quevedo, que los condenaba al infierno en sus Sueños y los tachaba de venales en su Mundo es juego de bazas:
El escribano recibe
cuanto le dan sin estruendo,
y con hurtar escribiendo,
lo que hurta no se escribe.
cuanto le dan sin estruendo,
y con hurtar escribiendo,
lo que hurta no se escribe.
Los seres humanos somos especialistas en saltar vallas y evitar las puertas
con que algunos quieren cerrar el campo. La evasión fiscal daría para escribir
volúmenes llenos de argucias de todo tipo, acompañadas del mazo con el se
golpea al débil y el encaje de seda con que se acaricia al poderoso. La
historia de la Carrera de Indias es la historia de la evasión fiscal por
antonomasia. Y aún hay historiadores que afirman que hay descenso de comercio donde
lo que realmente baja es el volumen de efectos declarados.
Historiadores del presente: no busquéis datos sobre préstamos con interés
en las escrituras notariales del siglo XVII. Poco encontraréis sobre una
práctica condenada por la religión y el uso social. Buscad más bien, si queréis
reír a mandíbula batiente, esos documentos en los que se afirma que Fulánez
devuelve a Mengánez la cantidad de X maravedís, que es exactamente la misma que recibió tiempo atrás, y que Mengánez le
había entregado “por hacerme amistad y buena obra”. Leedlos con atención y
desacralizad la letra escrita, que no por quedar fijada en el papel es más
veraz que un chisme.
Que el escribano firmase escrituras no significa que cuanto en ellas figure
sea cierto y verificable. El escribano da fe de lo que las partes declaran. Y
si Fulánez afirma que Mengánez no le cobró intereses, el escribano lo consigna
por escrito. Culpa nuestra será si damos al papel más valor del que tiene y
aceptamos sin pestañear que en el siglo XVII no se estilaba cobrar intereses en
los préstamos. Dar por bueno el papel sellado equivale a creer que en el Siglo
de Oro los préstamos eran adelantos que amigos y familiares hacían a sus seres
próximos y que no se hacían pagar el riesgo ni la ganancia; a creer que
aquellos traspasos de fondos obedecían a la “amistad y buena obra” y no al ánimo
de lucro. Muy filantrópica la sociedad del Siglo de Oro; esa misma sociedad que
consigna y valora hasta la última hilacha que lleva encima de dote la mujer y
el último botón de los bienes que se legan en testamento.
“Por hacerme amistad y buena obra” significa un
interés variable incluido en la cantidad que se devuelve e incluido en la
cantidad que se prestó, omitiendo la referencia a ese interés que algún
maledicente podría tachar de usura. La amistad y buena obra significa, por
ejemplo, que doña María de Rueda y Cabrera y don Francisco Santiago Galardi no
recibieron los 180 doblones de a dos escudos de oro que, según se afirma en la
escritura,Vicente y Domingo Cantuchi le habían entregado en enero de 1703 (*).
Recibieron una cantidad menor que, junto con los intereses, sumaban esos 180
doblones. De ningún modo podía figurar algo que recordase a la usura, ya que
los Cantuchi eran Secretarios de la Cámara Apostólica y habría quedado muy feo
reconocer que agentes de la Santa Sede se dedicaban al préstamo con interés. La
investigadora que leyó la escritura no creyó ni por un segundo que esos
banqueros florentinos al servicio del papa se dedicaran al adelanto de fondos
por amor al prójimo. Esquivar los peligros del contexto nos vuelve suspicaces,
y no vemos altruismo en los actos documentados de los banqueros del siglo XVII.
Historiadores del futuro, historiadores del
presente: no aceptéis acríticamente la letra de los documentos. Os intentarán
colar de rondón intereses camuflados, precios incompletos, amistades
inexistentes, empresarios ectoplásmicos. Ojo. Ojo al contexto.
(*) Archivo
Histórico de Protocolos Notariales de Madrid, Pº 11.716 Folio 122 r – 123 v.
No hay comentarios:
Publicar un comentario