Siempre ha
habido pseudohistoria. Es mucho más fácil enredar invenciones y deducciones
imaginativas que estudiar durante años para sentarse en un archivo a leer
documentación o a masticar polvo en una excavación. Está mejor pagado, a juzgar
por las cifras de ventas comparadas de Javier Sierra y de José Manuel
Galán. También reporta mayor
popularidad, aunque este sea un valor en baja tras Gran Hermano. Pero... ¿cuántos sabéis quién es José Manuel
Galán? Exacto: José Manuel Galán es el egiptólogo.
La historia requiere método y capacidad analítica. Parte esencial del
método histórico es la fuente, nombre ilustrativo que damos a los recursos de
donde se sacan las informaciones necesarias. Las fuentes se clasifican como
primarias o secundarias, dependiendo de si son documentos o restos originales o
si se trata de escritos elaborados por otros expertos. Una fuente secundaria
podría ser el artículo de James Casey titulado “Queriendo poner mi ánima en carrera de salvación”: la muerte en
Granada (siglos XVII-XVIII); una fuente primaria, los testamentos originales
que James Casey consultó para poder escribir su artículo. No hay trabajo
histórico sin fuentes, sean documentales o de restos de cultura material.
La imaginación, la suposición y la sospecha no son fuentes de la
historia. Con ellas se han tejido muchas historias apócrifas que han servido
incluso para deshacerse de enemigos políticos, como atestiguan en tiempos
recientes la conspiranoia de los cazadores de masones y criptocomunistas.
Incluso se han falsificado documentos y restos, haciéndolos pasar como
legítimos instrumentos del pasado. La famosa “donación de Constantino”, con la
que los papas justificaban su poder sobre los Estados Pontificios, fue
desmontada por métodos filológicos por el gran Lorenzo Valla, que con su crítica
puso en solfa una creencia sostenida durante siglos por los partidarios del poder temporal del papa. Muchos fueron los intelectuales de los siglos XV a XVIII que
pusieron en tela de juicio esas falsificaciones que, desde reliquias a
documentos de bronce, sostenían una maraña de mentiras y de dogmas
incontestables. A tal punto llegó la crítica, que se acuñó el concepto de “dolo
pío” para justificar que se siguiera aceptando la veracidad de cosas que se
sabían falsas, con el único fin de promover la piedad del pueblo sencillo.
Sencillo, en este caso, quiere decir analfabeto y pagador de bulas, diezmos,
primicias y pechas.
Pero dejaré de momento el espinoso asunto de la falsificación de
fuentes. Para los cazadores de misterios, no es necesario llegar tan lejos: hay
quien extrae curiosas suposiciones de un despeñadero conceptual y analítico
procedente de la nada. O de la medio
nada que, al igual la medio mentira, es aún más dañina.