Hace pocos días visité los restos de un campo de concentración nazi, y me arrepiento de haber cedido a la curiosidad. En viajes anteriores a Alemania y Austria evité esas visitas porque intuía la obscenidad de incluir los lugares de sufrimiento en las rutas turísticas. Mi viaje a Dachau me ha dejado un regusto a medio camino entre la pena y el desagrado.
Cercano a Múnich, el memorial está dedicado a quienes padecieron prisión, tortura y muerte por ser un obstáculo en el mundo feliz ideado por los nazis. Disidentes, judíos, gitanos, homosexuales, asociales. Por mucho que se repita erróneamente en libros y folletos, Dachau no fue el primer campo de concentración nazi. Ese dudoso honor lo tiene Nohra, al oeste de Weimar, abierto a principios de marzo de 1933 para encarcelar a miembros del partido comunista alemán. El 21 de marzo de 1933 se abrió el primer campo de concentración prusiano, Oranienburg -también conocido como Sachsenhausen-, donde años después padeció prisión Francisco Largo Caballero. Un día después, el 22 de marzo de 1933, Dachau puso en marcha su propia maquinaria de destrucción.
El monumento conmemorativo de Dachau se fundó para evitar que esa vergüenza se la tragara la tierra. Liberado en 1945, el ejército de Estados Unidos lo empleó hasta 1948 como cuartel, así como tribunal para juzgar a los funcionarios del campo de concentración. Las instalaciones se entregaron en 1948 a las autoridades bávaras, quienes realojaron allí a desplazados sin hogar durante siete años. Y en 1955, los restos del campo de Dachau estuvieron en un tris de desaparecer: Heinrich Junker, administrador del distrito de Dachau y diputado socialcristiano en el parlamento bávaro, propuso el cierre de los hornos crematorios y la demolición de los barracones. Ese lavado de cara se evitó gracias a la oposición del Comité Internacional de Dachau, compuesto por ex prisioneros del campo, así como del primer ministro de Baviera, el socialdemócrata Wilhelm Hoegner.
Existe sobrada literatura sobre Dachau y, en general, sobre los campos de concentración nazis. No me propongo hacer aquí un refrito de otras fuentes, ni mucho menos pretendo introducir elementos nuevos de investigación. Me limitaré a explicar por qué nunca más volveré a visitar ningún otro campo de concentración nazi. Me alegra que fracasaran los planes de disimulo, y que hoy exista un monumento conmemorativo en Dachau y en otros lugares de oprobio. Me parece admirable la tarea de educación en derechos humanos, en la que colaboran tantos voluntarios. Pero jamás volveré a poner el pie en uno de ellos.
Hasta entonces, yo había rechazado cualquier visita de ese tipo porque conozco bien hasta qué punto soy impresionable, y temía hundirme. Finalmente, me animé a visitar el campo de Dachau; tras la experiencia, sé que mis temores eran injustificados: lejos de hundirme, salí de allí subida en una ola de cólera. Cólera contra los asesinos, contra los que miraron a otra parte, contra quienes quisieron “cerrar heridas” para que no se les vieran las vergüenzas a sus padres.
Y cólera contra el turisteo masivo que no distingue entre los restos de un campo de concentración y un parque temático. Jamás volveré a un sitio donde la gente se fotografía junto a la macabra inscripción “Arbeit macht frei”; donde las familias llevan a niños pequeños que corretean, gritan y juegan en las mismas salas donde se exponen fotografías terribles; donde los visitantes meten la nariz por todos los rincones con ademanes idénticos a los que emplearían en un palacete barroco o en la cabaña gala del parque Astérix. Pocos gestos de recogimiento, casi ninguno de compasión. Algunos me miraron con descaro cuando se me saltó una lágrima -soy impresionable, ya lo dije- ante la placa de los prisioneros austríacos que habían combatido en nuestras Brigadas Internacionales para acabar sus días en aquel lugar.
Y también tristeza, porque todo era una paráfrasis del mundo en que vivimos. El campo de concentración está incrustado en una hermosa campiña, al lado de la bonita población de Dachau. El horror estaba empotrado en la belleza del paisaje y la indiferencia de las buenas gentes que invitaban a cerveza a sus vecinos y jugaban con sus hijos. Este mes de agosto, el recuerdo del sufrimiento convivía con los gritos de los niños y las fotos de turistas satisfechos junto a las marcas del oprobio.
Datos extraídos de RICHARDI, Hans-Günther, Dachau, a guide to its contemporary history. Dachau, 1998.
Lectura recomendada: Names Instead of Numbers. Remembrance book for the prisoners of Dachau concentration camp. International Traveling Exhibition. http://www.gedaechtnisbuch.de/namen-statt-nummern/english/index-engl.html
3 comentarios:
Me pasó algo parecido en Auschwitz.
Además de la brutal angustia inevitable al visitarlo, salí indignado con la actitud de algunos 'turistas'. En particular con la de un grupo de gilipollas que entraban dentro de una de las celdas de castigo (en la que metían periodos larguísimos a cuatro presos de pie donde con dificultad entran dos personas de complexión normal) y ponían caras 'graciosas'. Tuve que aguantarme las ganas vomitar.
Es una secuela más, la más desleída, pero no la más inocua, de la banalización del mal, de que hablaba Arendt. En Estados Unidos llevan a los niños de los colegios a visitar el bombardero que lanzó un genocidio sobre Japón.
Me alegro de que hayas desenterrado la pluma de guerra. Ya era hora.
Sensacional post. Nunca he tenido oportunidad de visitar un lugar como éste, pero estoy completamente seguro de que saldría con mucho odio acumulado, y no sería por lo que pasó, que la Historia no tiene vuelta atrás, sino por cómo la sociedad actual trata a eso que pasó.
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