El centro de la ciudad vieja, en la orilla sur del Elba es un paisaje de cajita cursi para regalo, con su nieve falsa y su letrero de “Dresde” en letras plateadas. Gana mucho visto desde la orilla opuesta, sobre todo desde las mesas del merendero donde sirven buena cerveza blanca a precios módicos. Merendero o Biergarten, para quien prefiera el nombre alemán, donde lo único que molesta son las pesadas de las avispas.
Me gusta más la visión de conjunto que el examen individual de cada edificio, con la posible excepción de la catedral católica y, desde luego, la llamativa Ópera de Semper. Quizá no sea muy poético contemplar ese famoso Balcón de Europa desde el merendero, con una cerveza enorme y un par de salchichas a juego. Sería más fino hacerlo con una copa de Müller-Thorgau y un canapé de salmón. Pero yo soy muy de barrio, y a mucha honra.
Al anochecer no hay cervezón ni salchicha grasienta que pueda con la hermosura del conjunto monumental. Y entonces es cuando te acuerdas de los aliados de la Segunda Guerra Mundial, y de algunos de sus progenitores en línea directa. Porque Dresde fue sometida a un espantoso bombardeo el 13 de febrero de 1945, que se repitió al día siguiente, como macabro regalo de San Valentín. Murieron más de 35.000 personas, en un infierno de 4.500 toneladas de explosivos y bombas incendiarias. Quedaron asolados unos 20 kilómetros cuadrados del centro histórico. Las fotografías de la destrucción de Dresde siguen inspirando, hoy día, pánico y horror.
Hasta hace poco, yo compartía la idea general sobre esa Dresde inofensiva, sin industria de guerra, que la aviación británica y estadounidense había destruido en su afán de sembrar el terror. Hoy sigo lamentando la pérdida de vidas humanas y la destrucción de las joyas artísticas de la ciudad, pero ya no puedo seguir sosteniendo esa visión idílica de la ciudad. La lectura de “Dresden – Tuesday 1 February 1945”, de Frederick Taylor, ha cambiado mi percepción de las cosas. Lo compré en la propia ciudad de Dresde, con la esperanza de conocer algo más de aquella barbarie.
Ignoro si está traducido al castellano, pero recomiendo su lectura. La obra no justifica (¡faltaría más!) la muerte y la destrucción infligidas brutalmente en Dresde, pero sí ayuda a conocer mejor la ciudad. Hasta la guerra, en Dresde había habido una abundante industria, dedicada a fines varios, como la elaboración de cigarrillos o la fabricación de lentes Zeiss de precisión. Con la guerra, las fábricas se transformaron en industrias bélicas. Una industria de guerra que necesitaba mano de obra, para lo que terminó recurriendo a mano de obra esclava: judíos, presos de conciencia, prisioneros de guerra.
El asunto es algo más complicado de lo que puedo transmitir en una bitácora. Dresde era un gran nudo de comunicaciones ferroviarias, como lo es hoy en día, entre el norte y el sur de Alemania, y el este y el oeste del país. Dresde albergaba industria de guerra. Dresde era una hermosísima ciudad alemana, nunca alcanzada por la aviación enemiga. Y todo eso le costó la destrucción y la muerte.
No soy pacifista, pero siento verdadero asco por la guerra y por quienes la promueven. Malditos sean mil veces.
Me gusta más la visión de conjunto que el examen individual de cada edificio, con la posible excepción de la catedral católica y, desde luego, la llamativa Ópera de Semper. Quizá no sea muy poético contemplar ese famoso Balcón de Europa desde el merendero, con una cerveza enorme y un par de salchichas a juego. Sería más fino hacerlo con una copa de Müller-Thorgau y un canapé de salmón. Pero yo soy muy de barrio, y a mucha honra.
Al anochecer no hay cervezón ni salchicha grasienta que pueda con la hermosura del conjunto monumental. Y entonces es cuando te acuerdas de los aliados de la Segunda Guerra Mundial, y de algunos de sus progenitores en línea directa. Porque Dresde fue sometida a un espantoso bombardeo el 13 de febrero de 1945, que se repitió al día siguiente, como macabro regalo de San Valentín. Murieron más de 35.000 personas, en un infierno de 4.500 toneladas de explosivos y bombas incendiarias. Quedaron asolados unos 20 kilómetros cuadrados del centro histórico. Las fotografías de la destrucción de Dresde siguen inspirando, hoy día, pánico y horror.
Hasta hace poco, yo compartía la idea general sobre esa Dresde inofensiva, sin industria de guerra, que la aviación británica y estadounidense había destruido en su afán de sembrar el terror. Hoy sigo lamentando la pérdida de vidas humanas y la destrucción de las joyas artísticas de la ciudad, pero ya no puedo seguir sosteniendo esa visión idílica de la ciudad. La lectura de “Dresden – Tuesday 1 February 1945”, de Frederick Taylor, ha cambiado mi percepción de las cosas. Lo compré en la propia ciudad de Dresde, con la esperanza de conocer algo más de aquella barbarie.
Ignoro si está traducido al castellano, pero recomiendo su lectura. La obra no justifica (¡faltaría más!) la muerte y la destrucción infligidas brutalmente en Dresde, pero sí ayuda a conocer mejor la ciudad. Hasta la guerra, en Dresde había habido una abundante industria, dedicada a fines varios, como la elaboración de cigarrillos o la fabricación de lentes Zeiss de precisión. Con la guerra, las fábricas se transformaron en industrias bélicas. Una industria de guerra que necesitaba mano de obra, para lo que terminó recurriendo a mano de obra esclava: judíos, presos de conciencia, prisioneros de guerra.
El asunto es algo más complicado de lo que puedo transmitir en una bitácora. Dresde era un gran nudo de comunicaciones ferroviarias, como lo es hoy en día, entre el norte y el sur de Alemania, y el este y el oeste del país. Dresde albergaba industria de guerra. Dresde era una hermosísima ciudad alemana, nunca alcanzada por la aviación enemiga. Y todo eso le costó la destrucción y la muerte.
No soy pacifista, pero siento verdadero asco por la guerra y por quienes la promueven. Malditos sean mil veces.
4 comentarios:
Todas las guerras son horrendas porque llevan consigo muerte y destrucción, pero hace ya mucho que llegué a la conclusión de que el género humano no sabe ni quiere vivir en paz.
Alemania dio muchos palos sin medir las consecuencias creyendo que nunca iba a ser derrotada y creó tanto odio que cuando los aliados llegaron a ella no pensaron dos veces lo que iban a hacer: destruirla. Una pena, pero el comportamiento humano es así, tú me das y yo te la devuelvo más fuerte si puedo, ¿quién en esos momentos piensa en conservar nada?.
Buscaré ese libro y espero tener más suerte que con el de Belinchón que está agotado y no logro encontrarlo.
Me encanta que al fin hayas publicado de nuevo.
Un abrazo
Comparto tu pesimismo. En general, soy una pesimista antropológica, y créeme que no me gusta nada serlo.
El libro de López Belinchón es realmente difícil de conseguir. Lo leí en la Biblioteca Nacional, y seguramente estará en bibliotecas universitarias.
Gracias por tus ánimos. Un abrazo
Un abrazo
Sin que hubieras entrado hoy en mi blog no se me hubiera ocurrido volver por aquí a ver si te habías desperezado y escrito por fin, de nuevo algo. Tan poco te prodigas. Pero me alegro de que vuelvas a hacerlo.
En cuanto a lo de Dresde, como dices, las guerras son un asco, tanto cuando ocurren como cuando se historian. Siempre serán los vencedores los que se llevarán la más amable de las visiones. Y las verdades suelen tardar demasiado en aflorar por fin, normalmente cuando ya es tarde.
Lo que los aliados hicieron a los vencidos fueron genocidios de la misma índole moral que aquellos infligieron a sus víctimas, con el agravante de que lo hicieron en frío, cuando ya no aportaban nada a la victoria. Como muestra de odio y, sobre todo, como muestra de colmillos a la Unión Soviética: eso somos capaces de hacer, así podemos ser de desalmados. Hiroshima y Nagasaki nunca conseguirán una justicia ni siquiera en reconocimiento del crimen acorde con la crueldad de los asesinos. Pero es que en el caso de Dresde el tema es mucho peor. Porque en número de las víctimas fueron similares y tan totalmente innecesarias desde el punto de vista estratégico. Y nunca se habla de ello. Independientemente de que se hubiera tratado de una ciudad donde se fabricaba armamento, su terrible bombardeo por los aliados en un momento en que la guerra estaba ganada fue un genocidio del mismo calibre que el de los hornos crematorios nazis. Es una ciudad en cuyo subsuelo debe haber toneladas de harina de huesos humanos. Y nadie aún lo ha dicho alto y claro.
No sé si conoces una a ratos terrible, a ratos hilarante y a ratos inquietante novela de Kurt Vonnegut titulada "Matadero Cinco". Es lo que se suele llamar “un libro de culto”. En este caso merecidamente, A mí me impresionó mucho. Y lo leí con una sensación de complicidad que no siempre consigo con la literatura. Trata tangencial y a la vez nuclearmente de ese bombardeo de Dresde. De alguien que lo vivió y quiere escribir sobre ello.
En unos días me voy a Irán, otro de esos lugares a los que los Aliados consideran “El Eje del Mal” y no son capaces de disimular las ganas que tienen de convertirla en otro Dresde. De sembrar de harina de huesos humanos el subsuelo que luego reconstruirán sus empresas especialmente diseñadas para ello.
Tengo ganas de leer la novela de Vonnegut, que vivió la catástrofe de adolescente y cuya obra ha sido fundamental para la transmisión del horror sufrido en Dresde.
La lógica del bombardeo de Dresde obedece a la misma lógica perversa de Hiroshima y Nagasaki: una exhibición terrible de fuerza que quiebre irremediablemente al enemigo.
Parece que nadie quería volver a pagar el precio de las trincheras de la Gran Guerra. Y le pasaron la factura a los habitantes de las ciudades.
Espero con mucho interés tus impresiones sobre Irán. Le tengo ley a la vieja Persia, madre de buena parte de nuestro mundo.
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