Toda una vida de ascenso para terminar encerrado en aquel lugar de infamia. Trabajo, gasto, búsqueda de nuevos lazos. Formaba parte de la nación, pero fuera de ella había otros mundos más brillantes y seguros. Mundos donde nadie se atrevía a gastarte bromas sobre el tocino y los sábados.
Tomaba arriendos, como lo hacían los más afortunados de la nación. Era una faceta refinada del mundo de los negocios, un escalón de madera noble hacia la cúspide de los asientos con la Real Hacienda. Pisar ese peldaño significaba ascender en compañía de caballeros de estirpe clara, a quienes no infamaba el alto negocio.
El corral de comedias de Madrid había sido su primer arriendo de lustre. Luego vinieron los millones de Murcia y, gran negocio, el arriendo del estanco del tabaco, ese nuevo sacacuartos del cuarto de los Felipes. Pero lo que más le enorgullecía era el negocio de las salinas de Castilla la Vieja. La sal era la regalía más antigua, la más rentable y atractiva. Firmó ese arrendamiento con el orgullo de haber llegado donde muy pocos de la nación habían logrado asomarse. Las firmas de Bernardo de Villaverde y Luis Montero de Carpio daban buena sombra a la suya, que por fin había logrado arrimarse a buenos árboles.
Al principio creyó que su detención era obra de un malsín, uno de los suyos que delataba por judaizantes a los hijos de la nación, movido por la envidia o el despecho. Detuvieron a la suegra de Manuel Cortizos y al mismísimo Fernando Montesinos. Hubieran detenido a su esposa, de no ser por los buenos oficios de la marquesa de Castroforte, que no dudó en esconderla en su propia casa. Tanto golpe junto sólo podía venir desde dentro. Y así quiso creerlo durante mucho tiempo, hasta que le confirmaron su sospecha más negra y secreta: que el autor de su ruina era uno de sus socios, deseoso de arrebatarle su parte de las salinas. Por muy castellano viejo de recia estirpe que fuese, Bernardo de Villaverde había mostrado ya su condición atravesada. Hasta la detención, su vileza nunca le había tocado, gracias a don Luis Montero de Carpio, caballero honrado y celoso cumplidor de su palabra. Pero contra una delación al Santo Oficio, poco podía hacer don Luis, salvo testificar la verdad: que su tercer socio no judaizaba y era un fiel hijo de la Santa Madre Iglesia. Era don Luis el testigo clave de la defensa, aquel cuyo testimonio podría sacarlo de la cárcel del Santo Oficio de Cuenca.
Y el testimonio de don Luis, efectivamente, le sacó de la cárcel. Le llevó directamente al auto de fe. Porque no sólo le había denunciado el atravesado don Bernardo de Villaverde, sino también don Luis Montero de Carpio, el fino caballero que tanto blasonaba de honor y limpio apellido, pero aún más codiciaba el buen negocio del arriendo de la sal.
Tanto había suplicado a Dios que don Luis rindiera su testimonio, que una vez más tuvo razón la sabia santa Teresa de Ávila. Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.
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