miércoles, 24 de agosto de 2011

Dachau. Nunca más.


Hace pocos días visité los restos de un campo de concentración nazi, y me arrepiento de haber cedido a la curiosidad. En viajes anteriores a Alemania y Austria evité esas visitas porque intuía la obscenidad de incluir los lugares de sufrimiento en las rutas turísticas. Mi viaje a Dachau me ha dejado un regusto a medio camino entre la pena y el desagrado.

Cercano a Múnich, el memorial está dedicado a quienes padecieron prisión, tortura y muerte por ser un obstáculo en el mundo feliz ideado por los nazis. Disidentes, judíos, gitanos, homosexuales, asociales. Por mucho que se repita erróneamente en libros y folletos, Dachau no fue el primer campo de concentración nazi. Ese dudoso honor lo tiene Nohra, al oeste de Weimar, abierto a principios de marzo de 1933 para encarcelar a miembros del partido comunista alemán. El 21 de marzo de 1933 se abrió el primer campo de concentración prusiano, Oranienburg -también conocido como Sachsenhausen-, donde años después padeció prisión Francisco Largo Caballero. Un día después, el 22 de marzo de 1933, Dachau puso en marcha su propia maquinaria de destrucción.

El monumento conmemorativo de Dachau se fundó para evitar que esa vergüenza se la tragara la tierra. Liberado en 1945, el ejército de Estados Unidos lo empleó hasta 1948 como cuartel, así como tribunal para juzgar a los funcionarios del campo de concentración. Las instalaciones se entregaron en 1948 a las autoridades bávaras, quienes realojaron allí a desplazados sin hogar durante siete años. Y en 1955, los restos del campo de Dachau estuvieron en un tris de desaparecer: Heinrich Junker, administrador del distrito de Dachau y diputado socialcristiano en el parlamento bávaro, propuso el cierre de los hornos crematorios y la demolición de los barracones. Ese lavado de cara se evitó gracias a la oposición del Comité Internacional de Dachau, compuesto por ex prisioneros del campo, así como del primer ministro de Baviera, el socialdemócrata Wilhelm Hoegner.

Existe sobrada literatura sobre Dachau y, en general, sobre los campos de concentración nazis. No me propongo hacer aquí un refrito de otras fuentes, ni mucho menos pretendo introducir elementos nuevos de investigación. Me limitaré a explicar por qué nunca más volveré a visitar ningún otro campo de concentración nazi. Me alegra que fracasaran los planes de disimulo, y que hoy exista un monumento conmemorativo en Dachau y en otros lugares de oprobio. Me parece admirable la tarea de educación en derechos humanos, en la que colaboran tantos voluntarios. Pero jamás volveré a poner el pie en uno de ellos.

Hasta entonces, yo había rechazado cualquier visita de ese tipo porque conozco bien hasta qué punto soy impresionable, y temía hundirme. Finalmente, me animé a visitar el campo de Dachau; tras la experiencia, sé que mis temores eran injustificados: lejos de hundirme, salí de allí subida en una ola de cólera. Cólera contra los asesinos, contra los que miraron a otra parte, contra quienes quisieron “cerrar heridas” para que no se les vieran las vergüenzas a sus padres.

Y cólera contra el turisteo masivo que no distingue entre los restos de un campo de concentración y un parque temático. Jamás volveré a un sitio donde la gente se fotografía junto a la macabra inscripción “Arbeit macht frei”; donde las familias llevan a niños pequeños que corretean, gritan y juegan en las mismas salas donde se exponen fotografías terribles; donde los visitantes meten la nariz por todos los rincones con ademanes idénticos a los que emplearían en un palacete barroco o en la cabaña gala del parque Astérix. Pocos gestos de recogimiento, casi ninguno de compasión. Algunos me miraron con descaro cuando se me saltó una lágrima -soy impresionable, ya lo dije- ante la placa de los prisioneros austríacos que habían combatido en nuestras Brigadas Internacionales para acabar sus días en aquel lugar.

Y también tristeza, porque todo era una paráfrasis del mundo en que vivimos. El campo de concentración está incrustado en una hermosa campiña, al lado de la bonita población de Dachau. El horror estaba empotrado en la belleza del paisaje y la indiferencia de las buenas gentes que invitaban a cerveza a sus vecinos y jugaban con sus hijos. Este mes de agosto, el recuerdo del sufrimiento convivía con los gritos de los niños y las fotos de turistas satisfechos junto a las marcas del oprobio.


Datos extraídos de RICHARDI, Hans-Günther, Dachau, a guide to its contemporary history. Dachau, 1998.

Lectura recomendada: Names Instead of Numbers. Remembrance book for the prisoners of Dachau concentration camp. International Traveling Exhibition. http://www.gedaechtnisbuch.de/namen-statt-nummern/english/index-engl.html


viernes, 3 de junio de 2011

¿Por qué Luis Suárez redactó esas entradas del Diccionario Biográfico de la Academia de la Historia?

Investigo aspectos de historia social y económica de la transición del siglo XVII al XVIII, y lo hago con interés y empeño. Pero podría haberme dedicado igualmente a investigar elementos de historia política o cultural del siglo XIV. O del IV. No tengo filias. Me decanté por la etapa moderna porque no me quedaba más remedio que decidirme, y me atraía tanto como cualquier otra época... salvo la contemporánea, que arrastró tras de sí a la mayoría de mis compañeros.

Quien me conoce bien y ha visto mi biblioteca, sabe de mi interés por los dos últimos tercios del siglo XX. Sin embargo, nunca quise dedicarme al siglo XX; y menos aún, a la Segunda República, la guerra civil española, el franquismo o la transición democrática. No es una contradicción. Lo que me interesa como lectora no necesariamente debe interesarme como investigadora. Más aún: decantarse requiere conocer las propias debilidades y fortalezas. Y a mí, la etapa contemporánea me ha derrotado de antemano con dos armas: una es de tipo técnico, y otra es muy personal.

En muchos países, entre ellos España, está vigente una legislación que impide el acceso a documentación esencial. Las leyes de secretos oficiales, sea cual sea su denominación, son una cortapisa insalvable. Todas las etapas históricas sufren de lagunas documentales; cuanto más remota sea la época, mayores son esas carencias. El especialista en Arqueología Prehistórica es un ejemplo extremo; y, sin embargo, el arqueólogo de la Prehistoria se esfuerza en obtener y analizar información de la cultura material con la tranquilidad de saber que su investigación no está mediatizada por vetos legales. Lo mismo se aplica a los especialistas en otras épocas: la documentación, menor o mayor, aparece y se estudia. El contemporaneísta, en cambio, vive una situación paradójica: sabe que en un determinado archivo, bajo custodia pública, se encuentra documentación importante, quizá esencial; pero no podrá acceder a ella en toda su vida profesional, porque la legalidad vigente se lo impide.

Este problema técnico puede soslayarse legítimamente. El historiador realiza su trabajo con las fuentes accesibles, y siempre está dispuesto a rectificar sus conclusiones; por otra parte, vale la pena aplicar el método histórico al conocimiento de una época que, de otro modo, estaría en manos de otros profesionales. Por otra parte, no se debe ceder espacio a la charlatanería y la propaganda panfletaria. Dentro de las limitaciones legales, el historiador dispone de margen de maniobra. Es un argumentario que no me persuade, pero comprendo que son razones de peso.

En mi ánimo, sin embargo, pesa mucho más una objeción personal. Me faltan recursos para enfrentarme a una época en la que se coció el drama de mi familia, y cuyas consecuencias sociales y económicas han alcanzado a tres generaciones posteriores. No tengo paciencia para quienes ponen el paño púdico sobre las vergüenzas de los que amenazaron con fusilar a un niño refugiado de 9 años que, tiempo después, fue mi padre. Ni soporto a los que emplearon la bandera de la República para hacerse un moquero con ella, y después la esgrimieron como banderín de enganche. No aguanto a los salvadores de patrias, menos aún cuando la patria que quisieron salvar fue la mía, y las vidas que destrozaron fueron las de mi propia gente. Hablamos de los traumas infantiles que causan las guerras de hoy, y no acabamos de entender que nuestros padres –nuestros abuelos, según edades- son víctimas de esos mismos horrores. Estoy personalmente involucrada en esos dos tercios de siglo, y carezco de la altura de miras y de la frialdad intelectual precisas para desvincularme.

Si yo, que no soy nadie, veo tan claras mis limitaciones, ¿cómo es posible que Luis Suárez, tan inteligente y preparado, esté tan ciego ante su propia vulnerabilidad? El colmo del despropósito es que otras personas inteligentes y preparadas le hayan consentido el sainete del artículo sobre Franco o sobre Escrivá. Luis Suárez no necesita presentación, y a nadie se le hubiera podido escapar que sus artículos sobre Franco o sobre Escrivá caerían al lamentable nivel que hemos visto, presentando a uno como un brillante y virtuoso militar y al otro como un caballero que tiene línea directa con Dios.

El muy necesario Diccionario Biográfico de la RAH ha quedado en entredicho por la irresponsabilidad de quienes debieron velar por su adecuado desarrollo. ¿Por qué se le han encargado entradas biográficas del siglo XX a un eminente medievalista como Luis Suárez? ¿Qué criterio profesional hay tras semejante decisión? ¿Es creíble que se tratara de un criterio estrictamente profesional? ¿Tan mediocres son los académicos contemporaneístas que tuvieron que encargarle la entrada de Franco y de Escrivá a un medievalista? Hace falta estar muy endiosado, sentirse muy por encima del bien y del mal, para creer que el sello de la Academia basta para dar credibilidad a cualquier dislate. Cuando se actúa de ese modo tan imprudente, no se puede exigir el aplauso de la sociedad, ni emplear las débiles defensas de algunos académicos. Las protestas de los académicos por el trato que están recibiendo son excusas de mal pagador. El momento de sus protestas ha pasado ya: habrían tenido sentido en sede académica, si alguien hubiera exigido rigor a la hora de escoger especialistas.


No basta con exhibir un currículum preñado de méritos y glorias: es preciso demostrar que se está a la altura de esos logros.