lunes, 1 de septiembre de 2008

Dresde y su sufrimiento

El centro de la ciudad vieja, en la orilla sur del Elba es un paisaje de cajita cursi para regalo, con su nieve falsa y su letrero de “Dresde” en letras plateadas. Gana mucho visto desde la orilla opuesta, sobre todo desde las mesas del merendero donde sirven buena cerveza blanca a precios módicos. Merendero o Biergarten, para quien prefiera el nombre alemán, donde lo único que molesta son las pesadas de las avispas.

Me gusta más la visión de conjunto que el examen individual de cada edificio, con la posible excepción de la catedral católica y, desde luego, la llamativa Ópera de Semper. Quizá no sea muy poético contemplar ese famoso Balcón de Europa desde el merendero, con una cerveza enorme y un par de salchichas a juego. Sería más fino hacerlo con una copa de Müller-Thorgau y un canapé de salmón. Pero yo soy muy de barrio, y a mucha honra.

Al anochecer no hay cervezón ni salchicha grasienta que pueda con la hermosura del conjunto monumental. Y entonces es cuando te acuerdas de los aliados de la Segunda Guerra Mundial, y de algunos de sus progenitores en línea directa. Porque Dresde fue sometida a un espantoso bombardeo el 13 de febrero de 1945, que se repitió al día siguiente, como macabro regalo de San Valentín. Murieron más de 35.000 personas, en un infierno de 4.500 toneladas de explosivos y bombas incendiarias. Quedaron asolados unos 20 kilómetros cuadrados del centro histórico. Las fotografías de la destrucción de Dresde siguen inspirando, hoy día, pánico y horror.

Hasta hace poco, yo compartía la idea general sobre esa Dresde inofensiva, sin industria de guerra, que la aviación británica y estadounidense había destruido en su afán de sembrar el terror. Hoy sigo lamentando la pérdida de vidas humanas y la destrucción de las joyas artísticas de la ciudad, pero ya no puedo seguir sosteniendo esa visión idílica de la ciudad. La lectura de “Dresden – Tuesday 1 February 1945”, de Frederick Taylor, ha cambiado mi percepción de las cosas. Lo compré en la propia ciudad de Dresde, con la esperanza de conocer algo más de aquella barbarie.

Ignoro si está traducido al castellano, pero recomiendo su lectura. La obra no justifica (¡faltaría más!) la muerte y la destrucción infligidas brutalmente en Dresde, pero sí ayuda a conocer mejor la ciudad. Hasta la guerra, en Dresde había habido una abundante industria, dedicada a fines varios, como la elaboración de cigarrillos o la fabricación de lentes Zeiss de precisión. Con la guerra, las fábricas se transformaron en industrias bélicas. Una industria de guerra que necesitaba mano de obra, para lo que terminó recurriendo a mano de obra esclava: judíos, presos de conciencia, prisioneros de guerra.

El asunto es algo más complicado de lo que puedo transmitir en una bitácora. Dresde era un gran nudo de comunicaciones ferroviarias, como lo es hoy en día, entre el norte y el sur de Alemania, y el este y el oeste del país. Dresde albergaba industria de guerra. Dresde era una hermosísima ciudad alemana, nunca alcanzada por la aviación enemiga. Y todo eso le costó la destrucción y la muerte.

No soy pacifista, pero siento verdadero asco por la guerra y por quienes la promueven. Malditos sean mil veces.

martes, 17 de junio de 2008

Negocios, traición y muerte - Una explicación

Alguien con talento literario podría escribir una pieza maravillosa basándose en la breve referencia sobre Antonio de Soria que hallé en "Honra, libertad y hacienda", obra del historiador Bernardo López Belinchón. Aun faltándome el talento preciso, he intentado escribir una narración breve sobre el drama de este hombre de negocios. De ahí sale "Negocios, traición y muerte", paráfrasis un punto siniestra del título del ensayo de López Belinchón. Ojalá el caso de Antonio de Soria llame la atención de un escritor con suficiente talento.

No conozco todos los datos de su caso; tendría que ir a Cuenca para conseguir copia de su expediente (Archivo Diocesano de Cuenca, Inquisición, Leg. 502, Expt. 6645), y no sé si terminaré haciéndolo. Mi investigación me conduce por otros caminos distintos a los expedientes del Santo Oficio.

Antonio de Soria fue denunciado ante el Santo Oficio en 1656. Su acusador fue uno de sus socios en el arrendamiento de la sal de Castilla la Vieja, un tal Bernardo de Villaverde. La Inquisición detuvo a Antonio de Soria en 1658; poco después testificó voluntariamente su otro socio, Luis Montero de Carpio, y lo hizo en su contra. Un testigo de la defensa aseguraba que los socios le acusaban de judaizante para quedarse con su parte del negocio de la sal.

Lo que más me conmovió fue la inocencia de Antonio de Soria, que presentó a Luis Montero de Carpio como testigo de la defensa, sin sospechar de su traición. Me conmovió por lo vulnerable de la posición del acusado y, sobre todo, porque un hombre de negocios como él, que debía de tener más conchas que un galápago, había sido engañado de la manera más terrible por uno de sus socios.

La historia de la marquesa de Castroforte también merece ser contada. Fue una de las pocas personas de estirpe castellana vieja que ayudó a los portugueses acusados de judaizantes. Ayudó a unos cuantos a huir de las manos de la Inquisición, y no dudó en esconder en su propia casa a la esposa de Antonio de Soria. Esa valentía ha sido excepcional en todas las épocas pero, lamentablemente, historias como la de la marquesa de Castroforte quedan sumidas en el olvido.

La "nación" era el nombre que los judeoconversos portugueses empleaban para referirse a sí mismos. Entre ellos se habían forjado múltiples lazos por distintos tipos de solidaridad: el origen geográfico común, la fe de los antepasados (no necesariamente la propia), los vínculos de parentesco a través de matrimonios concertados, los negocios. Esa compleja red de relaciones configuraba la "nación".

La historia de Antonio de Soria es una de las muchas deudas que tengo con Bernando López Belinchón, cuya obra "Honra, libertad y hacienda" me ha iluminado buena parte del camino que tengo que recorrer.

Negocios, traición y muerte

Toda una vida de ascenso para terminar encerrado en aquel lugar de infamia. Trabajo, gasto, búsqueda de nuevos lazos. Formaba parte de la nación, pero fuera de ella había otros mundos más brillantes y seguros. Mundos donde nadie se atrevía a gastarte bromas sobre el tocino y los sábados.

Tomaba arriendos, como lo hacían los más afortunados de la nación. Era una faceta refinada del mundo de los negocios, un escalón de madera noble hacia la cúspide de los asientos con la Real Hacienda. Pisar ese peldaño significaba ascender en compañía de caballeros de estirpe clara, a quienes no infamaba el alto negocio.

El corral de comedias de Madrid había sido su primer arriendo de lustre. Luego vinieron los millones de Murcia y, gran negocio, el arriendo del estanco del tabaco, ese nuevo sacacuartos del cuarto de los Felipes. Pero lo que más le enorgullecía era el negocio de las salinas de Castilla la Vieja. La sal era la regalía más antigua, la más rentable y atractiva. Firmó ese arrendamiento con el orgullo de haber llegado donde muy pocos de la nación habían logrado asomarse. Las firmas de Bernardo de Villaverde y Luis Montero de Carpio daban buena sombra a la suya, que por fin había logrado arrimarse a buenos árboles.

Al principio creyó que su detención era obra de un malsín, uno de los suyos que delataba por judaizantes a los hijos de la nación, movido por la envidia o el despecho. Detuvieron a la suegra de Manuel Cortizos y al mismísimo Fernando Montesinos. Hubieran detenido a su esposa, de no ser por los buenos oficios de la marquesa de Castroforte, que no dudó en esconderla en su propia casa. Tanto golpe junto sólo podía venir desde dentro. Y así quiso creerlo durante mucho tiempo, hasta que le confirmaron su sospecha más negra y secreta: que el autor de su ruina era uno de sus socios, deseoso de arrebatarle su parte de las salinas. Por muy castellano viejo de recia estirpe que fuese, Bernardo de Villaverde había mostrado ya su condición atravesada. Hasta la detención, su vileza nunca le había tocado, gracias a don Luis Montero de Carpio, caballero honrado y celoso cumplidor de su palabra. Pero contra una delación al Santo Oficio, poco podía hacer don Luis, salvo testificar la verdad: que su tercer socio no judaizaba y era un fiel hijo de la Santa Madre Iglesia. Era don Luis el testigo clave de la defensa, aquel cuyo testimonio podría sacarlo de la cárcel del Santo Oficio de Cuenca.

Y el testimonio de don Luis, efectivamente, le sacó de la cárcel. Le llevó directamente al auto de fe. Porque no sólo le había denunciado el atravesado don Bernardo de Villaverde, sino también don Luis Montero de Carpio, el fino caballero que tanto blasonaba de honor y limpio apellido, pero aún más codiciaba el buen negocio del arriendo de la sal.

Tanto había suplicado a Dios que don Luis rindiera su testimonio, que una vez más tuvo razón la sabia santa Teresa de Ávila. Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.